Gustavo, Charlie, Zeta y yo teníamos una cita en Buenos Aires el pasado 19 de octubre, pero les quedé mal. Ante tal falta de formalidad de mi parte (también estaban Simón, Alex y Belman anotados en la reservación, pero igual se pandearon por distintas causas) reagendé la reunión para el 9 de noviembre en Monterrey.
Eso de que al mismo tiempo haya sido la junta anual de Récord ahí mismo, fue una mera casualidad (sí cómo no).
El chiste es que mientras se desarrollaba la junta el jueves, yo daba gracias a los dioses por haber dado a Pablo la genial idea de conseguir boletos para todos y me imaginaba en el Universitario, sin habla ante tal espectáculo.
El viernes me desperté ilusionado como niño que espera la Navidad, pero primero había que entrarle a más junta hasta las 7 de la noche. Ni hablar, me levanté a las 7:30 y a las 8:10 ya estaba en el lobby del Radisson Casa Grande esperando a salir en una de las dos mega camionetas Van que el buen "Pebbles" rentó para movernos a los 25 convidados a la tertulia de planeación.
La primera embarcación salió sin mí rumbo al restaurante donde desayunaríamos, pero en la segunda me trepé y como un presagio de cómo quería terminar el día me fui hasta atrás. Como Mario y Alejandro Jiménez no bajaron a tiempo, apenas pusieron un pie en el estribo Caro y Dórica (a las que por nada del mundo dejaríamos) Pablo se arrancó sobre la avenida Lázaro Cárdenas. Éramos 11 desmañanados y la ruta indicaba que había que dar vuelta en "U" en el retorno de la esquina con Diego Rivera. Nuestro conductor así lo hizo, pero en eso empezamos a escuchar un "taca-taca-taca-taca-taca" que retumbaba en el ambiente.
Mi primer pensamiento fue "¿qué le pasa al coche, qué pisamos o qué? Pero no pisamos nada el ruido llevó nuestras miradas a la esquina de enfrente, a unos 15 metros de distancia, donde un auto blanco vibraba y ronroneaba. El ronroneo no era precisamente de gusto, sino porque desde una Cherokee un amigo empuñaba una metralleta AK47 y disparaba a un Charger 2008.
Otro trabajador del terror bien uniformadito con gorra, lentes oscuros y comando negro, no quiso quedarse sentado y con una AR15 caminó sobre el lado derecho del coche para rociar unas ráfagas.
Pablo no dejó de avanzar y el espectáculo cada vez quedaba más cerca para nosotros. Erika en la segunda fila de asientos, prudentemente pero llena de pánico, gritó "¡Dale Pablo, dale!", y Pablo le dio para avanzar pero eso significaba estar cada vez más en dirección de los 90 balazos percutidos. Calculo que estuvimos en algún momento a menos de 10 metros de los trancazos.
Daniel y yo como estatuas de terracota, no sé si movidos por el morbo o paralizados por el show, no dejábamos de movernos para no perder detalle desde la ventana trasera en la fila 5 del coche. Lety, en la tercera fila de asientos, nos volvió a la realidad con un "¡Agáchense!" y en eso me viré para ver en el interior del coche y los únicos que asomábamos la cabeza éramos Daniel y yo, aunque Edú tuvo la delicadeza antes de tratar de esconderse, de colgar la llamada telefónica que sostenía con su esposa con un gratificante mensaje de: "tengo que colgar porque aquí hay una balacera".
Alcancé a ver cómo Arantza abrazaba frenética a Dórica, cómo Caro se confundía con el tapete del carro, cómo Erica gritaba como desaforada, cómo Mariana en pleno contorsionismo se metía abajo de la fila 3, cómo Vera y sus 130 kilos se esfumaron sin dejar rastro, y en eso, me dispuse a guardarme yo también en el piso.
Antes de hacerlo todavía eché un ojo al Charger blanco cuyos vidrios se llenaban de hoyos, mientras los agresores, que parecían más de dos, se contorsionaban al ritmo de la trompetilla que expelian sus armas.
Ahí, por mi cabeza pasó "una bala perdida", y no es que como a Colosio me pasara un plomazo por el coco, sino que pensé: "¿y si nos da una bala perdida?" y me tendí en el costado derecho de la Van, pero no pasó ni un nanosegundo antes de que volviera a pensar: "pero si las balas de ese calibre atraviesan el metal, de cualquier forma no estoy seguro aquí", así que me incorporé para ver en qué iba el baño de bala.
Al asomarme vi cómo un sujeto de mezclilla y playera blanca con una metralleta más corta en la mano se subía a un Cavalier y viraba hacia donde circulábamos nosotros, por lo que lleno de prudencia y serenidad dije: "¡Ahí vienen!", lo cual provocó que la histeria en la Van estallara en lágrimas de las ahí presentes y hasta un ligero ataque de Erika que tuvo que ser apagado con unas cachetadas de Edú.
Finalmente nos alejamos del tiroteo y el Cavalier dio vuelta a la derecha, pero a los dos minutos me empezó a caer el veinte de lo que había pasado. En el momento no tuve miedo, nada, estaba absorto por el espectáculo y no reaccioné, pero una vez en el restaurante, contando a nuestros otros compañeros la odisea, me empezó a dar un dolor muy agudo en el costado derecho, abajo de las costillas.
Los calzones entonces se me hicieron de yoyo y me dio un miedo espantoso, mi respiración era agitada como si hubiera corrido el 10K de Nike sin entrenar (así lo hacen casi todos) y aprendí algo: el miedo duele y yo lo tengo ubicado en el costado derecho, abajo de las costillas.
Llamé a casa, me sentía un Millón de Años Luz, en la Ciudad de la Furia, mientras los Prófugos, como si nada, seguramente ahora desyunaban con la tranquilidad de quien ha cumplido cabalmente su chamba, al fin, no era nada personal.
Morris y Brenda, quienes llegaron al desayuno 5 minutos después en el carro de Paty entraron al buffet de comida mexicana impactadas.
Si nosotros habíamos sido casi parte del grupo de asalto, a ellas les había tocado ser del forense. Una como Quincy y la otra como CSI pasaron segundos después de que el conductor del Charger, Ernesto de Jesús Martínez todavía quiso arrancar el carro para evitar más balazos y se estrelló contra un camión de transporte público al otro lado de la calle donde los dejamos nosotros.
Cuando la Morris y Brenda pasaron, Martínez expulsaba bocanadas de sangre con la cabeza hacia atrás del respaldo del coche, mientras Juan José Rojas, lleno de sangre, pero sin balas en el cuerpo sentado en el asiento del copiloto esperaba que alguien llegara a ayudarlo y al mismo tiempo se quitaba de encima las bolsas de aire del coche.
La visita a Monterrey terminó siendo como un bonito tour turístico por la Chicago de 1930 que dominaba Al Capone y combatía Elliot Ness.
Cada uno teníamos nuestra versión y la apocalíptica anécdota nos acompañó todo el día, no hablábamos de otra cosa, hasta que llegó la hora de ver a Gustavo, Charlie y Zeta, porque en ese momento nos fuimos al Uni a ver cómo empezaba la gira mexicana del "Me verás volver".
Las Imágenes retro de lo sucedido se mezclaron con todas las rolas, mi garganta terminó supurando como si un gato se hubiera metido de reversa en ella, y de vez en cuando desde ahí recordaba lo que había visto en las noticias en la tarde, que el agredido era un zar de los casinos y que el muertito era su chofer, de quien me acordé en Fue y No existes, parece de mal gusto, pero todo lo relacioné con la ejecución, pero a pesar de todo la ejecución que más valió la pena fue la de mis amigos argentinos en el escenario.
Espero que la próxima junta de planeación en un lugar más seguro y traquilo como Bagdad, Kabul o Gaza, para no tener que ver Lo que sangra.
11 noviembre, 2007
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